Yo, mi amante y un cappuccino
Eran las seis de la tarde cuando decidí que quería un café.
La tarde era fresca, otoñal. Una suave brisa mecía las ramas deshojadas de los árboles de mi calle. Caminaba lentamente, saboreando cada paso; veía todo mas no observaba nada. Era sólo yo. La brisa acariciaba mi pelo, mi rostro, y susurraba en mis oídos mil y una melodías de paz.
Llegué al café, tomé una mesa exterior, el silencio era opresor, pero era un silencio hermoso. La mesera que me atendió respetaba ese silencio, su voz apenas audible. No fue larga mi espera, no fue corto el placer de un sorbo de café, un café suave y cremoso, levemente amargo, plenamente cálido.
Y más largo el placer al aparecer ella, sus vestidos largos, negros, y su cabello negro la hacían parecer una estrella que negra había caído del cielo. Se sentó a mi izquierda, pedí más café, y con el mismo sigilo me fue entregado, como la última vez. Mi acompañante se limitaba a sonreír cuando miraba sus vacuos ojos. Era encantador aquél ambiente…
Su tersa mano se posó sobre mi mano, levemente fría, levemente débil. Sus labios entonaban melódicas palabras llenas de ligereza, superficialidad. Se acercó a mi rostro, nuestros labios se hallaron…
La suave brisa otoñal acariciaba mi rostro, el suave eco de la soledad que invadía esta ciudad era percibido por mis oídos, su silencio, profundo, hiriente hasta cierto punto, era catártico. Mas roto yacía en un segundo por el estruendo del campanario, anunciando la llegada de la reina de la lujuria, la Diosa del placer y la dadora de luz interna a las lámparas de esta calle. La noche había caído, y con ella toda la paz de esta ciudad.
Sus habitantes empezaban a salir, empezaba a renacer la ciudad, como sus habitantes, durmiendo durante el día, existiendo nocturnamente atados a un trato por la eternidad. Y mi café acabó nuevamente…
Mi amante se hallaba excitada, llegada la hora de cazar, ella sería privilegiada con una presa inmediatamente. Pero mientras le llegaba su momento, es hora de otro café.
Admiro a la mesera, su parsimonia al hablar, su sigilo al ir y volver, es un vuelo perfecto el de aquella mesera. El silencio yace destrozado por los sonidos de una ciudad que no duerme, la música estruendosa, la voz irritante de los adolescentes que recién descubren lo que la infancia les prohibía, las voces de aquellos que habían vivido más que nosotros y ya caminaban hacia el lugar que los vio nacer, crecer, y el mayor estruendo, los pasos apresurados de quienes querían un sorbo de vino tinto en el café.
Mi café se hallaba allí, como todas las veces, mi amante sorbía primero, luego yo sorbía. Conversábamos levemente mientras nuestras manos se entrelazaban. Casi era hora de volver a casa, mi tiempo estaba caducando. Y la calle oscura en que vivía se iluminaba cada vez que sus habitantes salían.
Soy un ser diurno, mi tiempo es el día, mi amante es nocturna, su vida es la noche, pero nuestra existencia, nuestros lazos, eran crepusculares, y mientras existiera el atardecer, el amanecer, nuestras vidas estarían enlazadas. Sus últimas palabras antes de despedirse de mí, no con un beso, sino con una mirada, siempre las mismas miradas, siempre las mismas palabras.
“Te amo…” el eco de su voz recorría mi corazón, llegaba a mis oídos y volvía a mi corazón, siempre en un latido…
Camino sobre mis pasos, las hojas vuelan en el viento nocturno, mi rostro se ve lacerado por las pruebas de un verano, una primavera. El café que me calentaba el alma ya está frío, mi cabeza está fría. Ya no más café, me repetía todas las noches al llegar a mi casa, sentarme frente a su retrato, y ver las palabras de su puño, el eco en mi corazón, escritas en una esquina, junto a mi única respuesta aquella tarde de invierno en que me la regaló…
Pero ¿qué es esto? Tocan a mi puerta suavemente, rompiendo la rutina a la que siempre he pertenecido. Me pongo en pie, aun creyendo que sueño tales golpes a mi puerta. Estoy frente a esta cuando repiten con suavidad, 1… 2… 3… 4… 5… 6 veces llaman y se detienen. Mi curiosidad excitada ha llegado al límite, debo abrir.
Grata sorpresa al ver a mi mesera favorita con una última taza de café, suaves sus palabras al igual que sus pasos cuando dice: “se los envía la señora…”. Tomo mi taza y le agradezco su labor. Veo que me extiende una nota…
Me siento frente al retrato nuevamente, veo la nota, más no distingo aún sus palabras, mi sorpresa me lo impide. Sorbo el café, cálido, placentero. Leo la nota: “…Amor, hoy te visitaré…”. En mis labios una sonrisa se esboza mientras siento las manos que se extienden sobre mi pecho. “…Esto no te dolerá ni un poquito… amor”
FIN
Eso es lo que habitaba mi mente hace un año... Un poquito de amor.
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